12 de septiembre de 2014

Claudia Masin, La mujer sin cabeza (+1)


Fotografía de Anka Zhuravleva

LA MUJER SIN CABEZA

De chica, el alma se me separó del cuerpo. El alma,
o como se quiera llamar a ese aguijón
que se lleva clavado en el pecho y va soltando en la sangre
el deseo de vivir como una medicina
más fuerte que cualquier virus. Se dice que el miedo,
un miedo lo suficientemente intenso puede dejar
al cuerpo solo, y el cuerpo solo no comprende
qué cosa debe hacer consigo, cómo andar por el mundo
sin perderse. Para curarse hay que volver al punto
de partida, al lugar, al tiempo en que se produjo el accidente,
el golpe, la marea de palabras o de actos que impactaron
contra una y la vaciaron por dentro, dejándola así: una caña seca
donde ni los insectos buscan refugio
o alimento. La sangre, dicen, se vuelve agua, un líquido
que no tiene el poder para mantener al corazón en movimiento
y que bombea y bombea pero ya no es
la droga potente que atraviesa
el circuito de las venas sino el fluido espeso,
quieto de una ciénaga donde crecen las alimañas
y un dolor ciego se asienta. El accidente
puede ser cualquiera, a veces
es el choque inevitable entre dos cuerpos:
el día en que caíste sobre mí no pude
retroceder ni defenderme,
conocí el pavor de las criaturas que se enfrentan
a un enemigo muy
superior a sus fuerzas. Entonces no sabía, ahora sé
que perdido por perdido,
es el canto del miedo el que vence al miedo,
el que lo vuelve inofensivo, una serpiente
a la que se le exprime el veneno
de los colmillos. Para que el alma entre
de nuevo en el cuerpo hay que empujarla
con la pobre, cobarde fuerza de los débiles,
como si el mundo fuera fácil de mover
de su eje, como si pudieran detenerse sus leyes,
revertirlas, como si recuperar el alma
que te arrebataron tan temprano
fuera posible.



La astronauta Karen Nyberg en la estación espacial Kibo
UNA PELÍCULA DE AMOR

Yo comprendo la pasión de los astrónomos, 
las noches en vela, la atención dispuesta 
a captar, de entre todo lo que existe, 
cierta fosforescencia en el cielo. Podría decir,
como ellos, que las cosas que me importan
no suceden en el mundo. La mirada vive, en lo que ve,
una segunda vida, más real que la primera, más intensa.
Yo pensaba que mirándote siempre, en todos los momentos,
los instantes preciosos que guardabas dentro de tu cuerpo
se transferirían a mi propia constelación 
de recuerdos, y lo deseaba con tanta fuerza que creí
ver con tus ojos -sin haberme movido jamás de esta ciudad 
o de este cuarto- los detalles de tu casa natal, las tormentas
de nieve en un pueblito del sur, la tierra
completamente roja en el otoño, invadida por las hojas 
de los arces, dos pies pequeños y descalzos, 
cubiertos por el barro, el rostro de tu madre.
Quizás la intimidad entre dos seres dura 
lo que dura ese momento en que sabemos
de los cuerpos y las cosas que otro amó,
en otro tiempo. O acaso nadie alcance a rozar, 
ni en su deseo, las imágenes ajenas,
y estés sola, y yo esté sola, y sea el nuestro, 
-como el recorrido de las familias de esquimales hacia el sol,
sobre la nieve- un viaje del cual no queda huella. 

(2003, basado en el film "Una película de amor" del "Decálogo" de Krysztof Kieslowski)
en El secreto (antología 1997-2007), Editorial de la Paz, 2007





Claudia Masin 
(Resistencia, Chaco, Argentina, 1972)
Reside en Córdoba
POETA/PSICOANALISTA
en El cuerpo, Portaculturas, 2022
en FACEBOOK
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1 comentario:

Darío dijo...

Todos solos, como poemas...

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