Fotografía de Raoul Huasmann, 1931 |
Mi hija crece mientras mi padre mengua.
Un desfile de células despojadas,
abandona el salón de la que fue mi casa
y la cabeza del que fue mi padre.
Las cortinas filtran
la luz manzana a la que huele Candela.
Todo en el mismo espacio.
Con los muebles y el espejo ante el que crecí.
Abuelo y nieta se dan la mano.
Candela es estruendosa.
El abuelo arrastra su silencio hasta el dormitorio.
Parece que se entienden.
Mi padre llora todas las tardes.
A veces, los pasos de ella le hacen dejar de llorar.
Procura esconderse para hacerlo.
Es un hombre
y aún es joven para ser tan viejo.
Mi hija entiende a mi padre mejor que yo.
Pero yo sé por qué llora mi padre.
Fotografía de Emma Neely |
7
En la sartén, el sofrito del arroz.
Recuerdas a tu madre,
lo que aprendiste de ella.
En sus últimos años,
sólo era ya
un pertinaz aliento,
vestido de piel y huesos.
Libre de memoria,
sonreía a las mañanas del otoño.
Qué tristeza verla así, pensabas.
Y qué alivio.
Renacida, sin recuerdos.
El arroz exige atención.
Empieza a cocerse.
Viste morir a un hijo,
antes de que tu madre viera morir al suyo.
¿Qué sentido tiene eso?
Ninguna madre debería ver morir a un hijo.
Ningún hijo de ninguna madre debería morir.
No crees en dios, pero le pides cuentas.
Y la respuesta siempre es el silencio.
Es más. Si existiera dios, se encogería de hombros.
El colorante empieza a teñir.
Los granos alargados, aún duros.
En un rato llegaremos todos.
El bullicio, la conversación banal,
el revuelo infantil.
Todos con nuestras preocupaciones.
Todos con nuestras miserias, mentiras, trabajos,
enemigos, miedos y fobias.
Todos creyéndonos más importantes
que los demás.
Y desde luego, mucho más trascendentes
que ese plato de arroz
que ignorantes devoramos.
Fotografía de Cig Harvey |
No crees en Dios.
Y tampoco estás dormido.
¿Contra quién rezas cuando cierras los ojos?
Todos los veranos de la prehistoria
se comprimen en un solo.
Unas vacaciones desteñidas
en coches sin aire acondicionado,
ni cinturón de seguridad.
Estíos de hermanas
jugando con cajetillas de tabaco
y aguardando dos horas al baño
para hacer la digestión.
Sólo una vez
el apartamento estuvo en primera línea de playa,
pero no había toma de antena,
y nos quedamos sin ver los Juegos Olímpicos.
Había un momento de la tarde
en el que el olor a aftersun lo llenaba todo.
Era justo antes del paseo marítimo
y los tenderetes
y el helado.
Era cuando creíamos
que los padres serían siempre jóvenes,
y nosotras nunca tan viejas como ellos.
Nos parecía entonces que la felicidad era eso.
Barquillo y chocolate.
Y estar muy morenos.
Y eso era dios.
Estás despierto. Estás sentado. No abres los ojos.
Ojalá estés rezando, papá.
Ojalá estés rezando, papá.
Carmen Ruiz Fleta
(Zaragoza, España, 1978)
PERIODISTA/POETA
de Vida doméstica, colección La Gruta de las Palabras,
Prensas de la Universidad de Zaragoza (PUZ), 2017
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