29 de enero de 2012

Mariel Manrique, Este beso no es inútil


Fotografía de Eliot Lee Hazel

ESTE BESO NO ES INÚTIL

I.

A las cuatro y veinticinco de una tarde de invierno, Ana entró en coma. Pocos minutos después, un médico de guardapolvo blanco inmaculado se acercó a mí para informarme que ese coma era irreversible, apoyando la palma de su mano izquierda sobre uno de mis hombros y ejerciendo una leve presión, como intentando sostenerme o apiadarse o advertirme que ya nada volvería a ser lo mismo.

No presencié el accidente ni el ingreso de Ana al hospital, pero fue como si hubiera estado allí. Llovía y llevaba un gorro de lana azul calzado hasta las orejas, el pelo negro revuelto por el viento hasta la cintura, el bolso de cuero cruzado sobre el pecho cargado con un par de libros, varios cuadernos y una lapicera de tinta negra. Y las viejas botas de caña alta, con los tacos gastados. Se detuvo en medio de la calle para deslizar una mano en el bolso y confirmar que había olvidado el llavero del que colgaba un corazón y un silbato de colores y que tendría que recurrir, cuando sucediera ese regreso que nunca se produjo, al llavero suplementario enterrado en la maceta de piedra de las azaleas, al alcance de la punta de sus dedos frágiles, detrás de las rejas de hierro de su casa.

El taxi a alta velocidad la embistió brutalmente, la levantó en el aire y la arrojó sobre la vereda que Ana no llegó a pisar. Su cara golpeó secamente las baldosas, el bolso se abrió y despidió los cuadernos y Ana quedó tendida en una posición extraña, inarticulada e inerte, mientras la sangre rodeaba su cabeza. Imaginé la sirena insoportable de la ambulancia, la camilla y la sucesión mecánica y vertiginosa de actos destinados a salvar su vida.

El ingreso de la camilla al hospital, como una ráfaga desesperada rasgando la rutina de la mañana, la máscara de oxígeno con sus bandas elásticas hundidas en los pómulos de Ana, la apresurada apertura de las puertas del quirófano, el ruido previsible de los pequeños y precisos instrumentos quirúrgicos y la exploración inútil de un cerebro convulso que no daba señales de esperanza. Imaginé el pelo de Ana en un balde plástico y los ojos húmedos de la enfermera que colocó en una bolsa los cuadernos con la caligrafía aplicada e infantil borroneada por la lluvia, junto al repertorio de posesiones personales que luego me fueron entregadas.

La vistieron con una impersonal bata blanca y la trasladaron a una sala de terapia intensiva. La acostaron con movimientos expertos en una cama de sábanas recién planchadas, hundieron delicadamente una aguja en la vena inicial, que luego cedería (agotada) su lugar a otras venas, para inyectarle el suero que caía a un ritmo monocorde, le limpiaron y vendaron las heridas de la cara y Ana ingresó en un mundo paralelo, con la boca sellada. Tenía un tajo diagonal en la frente y un párpado cortado.

A las diez de la noche, la cabeza de Ana se llenó de peces. Yo velaba su sueño involuntario sentado junto a ella en una diminuta silla de metal. Durante los próximos dos meses me dedicaría a contemplarla, ajeno a todo lo que pudiese suceder alrededor y abstraído en las imágenes y las palabras que Ana me entregaría con una dulzura tenaz, sin abrir los ojos ni mover los labios, desde el exilio al que había sido confinada.

II. 

Fui su confesor y su cómplice. Su compañero en el desarraigo. Eso había sido también para Ana antes del accidente. Me gustaba estar con ella más que nada en el mundo y que Ana leyera los poemas que yo solía escribir. Me los devolvía subrayados y con preguntas. Jamás tachó un verso. Subrayaba los que la arrancaban de su estado de ausencia y me hacía preguntas inesperadas: “¿los cisnes pueden resistir mucho tiempo fuera del agua?" "¿los subterráneos se cansan y empiezan a avanzar más lentamente?”. No eran sugerencias para una reescritura. Eran preguntas provocadas por mis tímidos textos a los que Ana infundía coraje, inusuales preguntas para las que yo ensayaba una respuesta.

Sucedía lo mismo cuando íbamos al cine. Ana prolongaba la película con sus interrogaciones desconcertantes. Nada terminaba para ella. Cada historia se extendía, se bifurcaba, se engarzaba con otras historias y no tenía fin. Aun en las épocas de sus noviazgos continuamos compartiendo muchas tardes. Entrábamos en las librerías y tomábamos un chocolate en el bar, intercambiando ideas sobre nuestros hallazgos. A veces nos sentábamos en una iglesia, a escuchar el silencio.

No tenía sentido hablar de nuestras familias. Ana la había perdido y yo era un huérfano aunque la tuviera. La vi entrar en relaciones amorosas con entusiasmo y salir de ellas con rabia, porque había preguntas que sencillamente nadie comprendía o descubrimientos que debía guardarse a su pesar. Ese espacio de complicidad lo mantenía conmigo y nunca nos pedimos más que eso. Era una zona de ternura asegurada donde las revelaciones nos asaltaban mutuamente y nos sentíamos invencibles. No le confesé ninguno de mis escasos y pálidos romances, cuyo relato hubiera opacado cualquier conversación.

Juntos aprendimos a temblar de fascinación. Ana militaba en un partido de izquierda radical, al que yo observaba con cierto escepticismo. Me enternecían su furia y su impotencia. Se olvidaba los paraguas en todas partes, hasta que dejó de usarlos. Le gustaba el perfume a jazmines y por eso cada tarde le llevaba un ramito al hospital, que colocaba cuidadosamente en un vaso rescatado del baño de la habitación. Pensé en comprar un florero pero supe que finalmente terminaría en el cesto donde se acumulaban las vendas y las gasas. El ritual del vaso ofrecía una promesa de continuidad. Seguiría en ese baño para nuevos pacientes, cuando Ana ya no estuviera allí.

Le leía mis nuevos poemas y subrayaba los versos que suponía que ella hubiera subrayado. Me hacía en voz alta las preguntas que Ana hubiera hecho y probaba respuestas. Iba a ver las películas que hubiéramos visto y se las relataba, concentrándome en los detalles que nos hubieran conmovido. No le hablaba para rescatarla del coma. Le hablaba para acompañarla y porque necesitaba compartir con ella lo que había vivido. En esos dos meses, Ana me dio mucho más de lo que yo le di, aunque estuviese inmóvil y mis palabras le fueran supuestamente ajenas. Mirar su perfil me tranquilizaba. Adivinar sus brazos debajo de la bata, sus piernas debajo de las sábanas y su corazón conectado a una geometría impasible en el monitor a su costado.

Eso era todo y para mí era mucho más de lo que hubiera imaginado tener. Amaba esa república compartida que nos pertenecía naturalmente. Nunca me pregunté por qué no habíamos ido, ninguno de los dos, más lejos. En cualquier circunstancia, el dolor de perderla hubiera sido igualmente insoportable. 

III.

Una tarde el pecho de Ana se sobresaltó, como si fuera a convulsionar. El monitor alteró súbitamente su geometría y Ana abrió los ojos. Sin ver. O viendo algo que, esta vez, me fue negado. Apoyé mi mejilla derecha contra su perfil y la abracé, pasando mis brazos bajo las sábanas con olor a limpio. La estreché contra mi cuerpo para darle calor, tomándola de la nuca. Respiró abruptamente y sus ojos quedaron perpetuamente fijos en un punto fuera de mi alcance. La deslicé en la cama y besé, cerrándolos, sus párpados, especialmente el que llevaba una cicatriz. Ana se hubiera reído de la historia de la Bella Durmiente. No era una princesa. No iba a despertarse. Aun así, sentí que mi beso sobre esa cicatriz no era un beso inútil. Era la señal en clave de una despedida provisoria.

El monitor se replegó en una línea plana. Al día siguiente me entregaron, en una bolsa plástica, el gorro de lana azul, el bolso de cuero, la lapicera, los cuadernos, un par de libros y las botas gastadas, que quemé ese misma noche en la plaza donde buscábamos sombra en las tardes de verano. En el hueco de tierra donde se hundió su cuerpo arrojé el último ramo de jazmines que se resistían a languidecer.

IV.

Pasaron muchos años, un par de mujeres y varios hijos. Voy solo a las mismas librerías y subrayo líneas de poemas que no muestro a nadie. Me imagino preguntas insólitas que intento responder. Los sábados a la tarde salgo a caminar y entro en los cines. Vuelvo tarde a casa. Cada noche, antes de dormirme, le cuento a Ana mentalmente las películas que vi.

Nadie supo ni sabrá quién es Ana. No me contesta pero todavía está aquí, en el rumor de esta conversación que no se extingue. Su perfil me escucha, su cabeza gira su cabeza y su boca aún mueve su boca. Con ella entro en el sueño como si me llevara de la mano. Ana es mi silencio y mi secreto. Ana despertó lo único que brilla y arde, incendiando las líneas planas de los monitores, dentro de mí.






Mariel Manrique 
(Buenos Aires, Argentina, 1968)
extraído de su blog PÁJARO DE CHINA
su otro blog PUTAS DE BABILONIA
en FACEBOOK
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5 comentarios:

moonlight dijo...

hermoso texto, muy bello... me quedo con esa secreta intimidad siempre compartida, una zona de ternura asegurada.

Carmela dijo...

Que maravilla de texto, imposible dejar de leerlo. Te adentras y sumerges en la historia según se va leyendo. Me ha encantado.
Buen día Emma y besos

vera eikon dijo...

Es hermoso!! Estoy conmovida. Las formas de amor más bellas son las más inusuales. Los actos de amor más generosos, son aquellos en los que no tenemos la esperanza del reconocimiento del otro. Claro que ese beso no es inútil, y se justifica en el mismo acto, y en el sentimiento que lo suscita. Hay personas que aunque no existan más fuera de nosotros, siempre vivirán en nosotros, allí, pacientemente nos aguardan, en los abismos de nuestro propio ser. A pocas personas en nuestra vida les otorgaríamos ese lugar. La mayoría se desvanecerían en esa oscuridad. Y no puedo decirte si es la luz del amor la que brilla en ellos(del mismo modo que ocurre con la luna), o se trata de una luz propia, que emerge del interior de estos seres. Pero, el caso, es que me es indiferente. No hay tiniebla que logre engullir a estos seres, que sobreviven en nosotros como nuestro más hermoso secreto.
Hermoso y delicado texto de Mariel. Regreso de su lectura estremecida...
Besos y gracias a las dos!!!

çç dijo...

Entrar aquí es deslizarse por una cicatriz. La sinfonía se oculta dijeron en el claroscuro o más allá, como una lechuza. Siento este relato. Hago la noche en el alba. Cercano, el párpado perplejo. La sirena volteando el aire y apostar a una cifra. Diametralmente el telón y un lapicero de tinta negra.

Un abrazo Emma, un abrazo Mariel.

marcela dijo...

Todo lo que oculta la cabeza de pájaro es bello por terrible y se halla en la frontera de lo sublime.Un beso, los amores que no dejan de ser, aun cuando fueron.
Besos

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