Vista del Famatina, La Rioja, Argentina |
DEL LUGAR DE LAS PIEDRAS
Debajo de la tierra, en la campiña
donde los hombres tienen sus haciendas,
donde los eucaliptos alzan sus brazos hacia el viento
y danzan en hileras, inmóviles, clavados
como cruces de enormes esmeraldas
a los pies del montículo, otras manos escarban.
Van haciendo los pozos diminutos
que jamás dan al agua, sino a la piedra, al duro
metal que no corroe la tierra en su habitáculo
sino el brutal delirio del abono,
el turbulento paso de los ácidos,
la amargura del tedio de los hombres.
Galerías estrechas van bajando
al corazón silente de otros tiempos.
Allá donde estuviera
de Roma su hermosísimo armazón,
hoy hay una ceniza arrinconada
de vidrios irisados y monedas,
fragmentos que nos duelen de plomo en ambas manos,
la tierra sigilata fragmentándose
más allá de los ojos.
Ahí, como las betas de un mineral ardiendo
sacan, ellos, anillos, bajorrelieves nítidos
como sellos y falos, pequeños falos marcan
las edades del hombre. Todo es metal ahora,
todo es vidrio llorando
como en un lacrimario de la ausencia.
Los hombres saltan cercos,
salen de noche, turban a las enormes vacas
que muestran sus dameros a la luna.
Cruzan hombres los campos hasta llegar al tiempo,
al delirante tiempo de la piedra y el cáliz,
al tiempo que nos habla con sus verbos pasados,
al tiempo que nos muestra las exactas medidas
de tanta eternidad.
Donde los otros duermen, ellos saltan,
ellos abren canales, se acercan a las tégulas,
rompen esas vasijas funerarias
con sus excavadoras y aparecen las marcas
de aquellos alfareros: Vitae, Necres.
Donde los otros duermen ellos miran,
unos vienen buscando la memoria
pero no para alzar nuevamente los nombres,
para vender la piedra, el oro, los metales;
otros ven en el suelo
la raíz de las altas legumbres, de los árboles,
el modo de sembrar para comprar más tierra.
Ellos duermen debajo, donde las piedras duermen,
habitan esas casas derruidas,
los heridos cimientos,
los antiguos trazados de los anfiteatros,
las gradas de los circos
donde un león, ya muerto, emite broncos
alaridos, se queja,
del paso fraudulento de los tiempos.
Ellos bajan, de noche, con linternas,
con detectores, bajan
hasta aquella ciudad que tuvo sus antorchas
y ahora sólo es ceniza,
vertidos deshaciéndose, pedazos hermosísimos
de platos, de vasijas, conteniendo la muerte,
la única que el hombre se encuentra bajo el manto
que cubre, lentamente, toda la edad del mundo.
Dolors Alberola (Valencia, España, 1952)
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