LAS FEMINISTAS
Pronunciaban la palabra. La escupían. La celebraban.
Corrían.
(Atrás de este vocablo debe
oírse el pasar del viento.)
Hablaban a contrapelo.
Interrumpiéndose. Ah, tan descaradamente.
Vivían a la intemperie, que es el
mismo lugar donde sentían.
Supongo que así nacieron.
No sabían de refugios, de techos,
de amparos, de patrocinios.
Estaban heridas de todo (y todo
aquí quiere decir la historia, el aire,
el presente, el subjuntivo, el contexto, la fuga).
Agnósticas más que ateas.
Impactantes más que hermosas.
Vulnerables más que endebles. Vivas
más que tú. Más que yo. Estoicas
más que fuertes. Dichosas más que
dichas.
Intolerantes. Sí. A veces.
¿Mencioné ya que eran brutales?
Caminaban en días de iracunda claridad como musas
de sí mismas
(eso ocurría sobre todo en el invierno cuando
los vientos del Santa Ana iban y venían
por los bulevares de Tijuana, arrastrando envolturas
de plástico y el polvo que obliga a cerrar los ojos
y negar la realidad)
a la orilla de todo, bamboleándose
eran la última gota que cuelga de la botella
(la mítica de la felicidad o la aún más mítica
que derrama el vaso o el sexo
impenetrable en la mismidad de su orificio)
y caían.
El colmo.
La epítome.
El acabose.
(Por debajo de estas frases debe olerse el tufo que deja
tras de sí el viento horizontal).
Supongo que sólo con el tiempo se volvieron así.
Con hombres o, a veces, sin ellos, besaban
labiodentalmente.
Y se mudaban de casa y se cambiaban los calcetines
y preparaban arroz.
Y bajaban las escaleras y tomaban taxis y no sentían
compasión.
Decían: Este es el viento que todo lo limpia.
Y pronunciaban la palabra. Enfáticas. Tenaces.
Prehumanas.
Tajantes. Sí. Con frecuencia.
Conmovedoras más que alucinadas. Sibilinas más
que conscientes. Subrepticias más que críticas.
Hipertextuales. Claridosas.
Estoy segura que ya mencioné que eran brutales.
Fumaban de manera inequívoca.
Cambiaban de página con la devoción y el cuidado
minimalista de las enamoradas.
Siempre andaban enamoradas.
En los días sequísimos del Santa Ana elevaban
los rostros y se dedicaban a ver (podían pasar horas
así) esas aves que, sobre sus cabezas, remontaban
lúcidamente el antagonismo del aire.
Y el Santa Ana (y aquí debe oírse una y otra vez
la palabra) (una y otra vez) despeinaba entonces
sus vastas cabelleras ariscas. Sus cruentas pestañas
(una y otra vez).
Cristina Rivera Garza
(Matamoros, Tamaulipas, México, 1964)
ESCRITORA/POETA/CATEDRÁTICA/HISTORIADORA
de Los textos del yo, Fondo de Cultura Económica, 2005
para leer más en: REVISTA EL HUMO
para leer una entrevista en: LA TEMPESTAD
su blog: NO HAY TAL LUGAR
2 comentarios:
ah, la intensidad se proyecta como si hablara una feminista, pero no de las brutales, sino de esas que lo que hacen por ellas mismas lo hacen por las demás. A esas a las que se les sigue por su ejemplo y no por su brutalidad. Esas feministas me gustan.
Buen poema.
Maravilloso! gracias
Saludos desde Mundo Aquilante!
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