28 de agosto de 2016

Beatriz Vottero, Entrañable Edith



Edith Vera (1985)



ENTRAÑABLE EDITH


Me gustaría recordar a Edith como yo la conocí. Una mujer muy hermosa de mirada profunda y serena, de andar cansino por sus muchos años pero siempre esbelta, grácil, con un modo de tintinear como los pájaros.

Yo la amaba, la encontraba cada vez a la vuelta de una esquina, sin buscarla pero sabiendo que su aura me iluminaba. Cada encuentro era así como una cita. La abrazaba como a una vieja y entrañable amiga, le acomodaba el pelo o el cuello del abrigo y elogiaba su perfume. La mayoría de las veces me daba algo, como una golosina al niño que nos hace un pequeño favor: me regalaba una piedra que llevaba en el bolsillo, o un poema manuscrito y ajado, o una hoja seca que acababa de recoger. Y desaparecía con la misma fugacidad, con su bolsita en el brazo y su alegre caminar.

Era la tardecita el mejor momento para encontrarla. A esa hora iba a la verdulería. O a veces de noche, bien entrada la noche.

Recuerdo que muchos tenían la impresión de que no estaba del todo cuerda. Suponían que vivía aislada, fuera de la realidad, en una especie de ensoñación turbadora, rodeada de sus gatos y sus libros. Yo estoy convencida, en cambio, de que ella tenía una acabada conciencia de lo que ocurría a su alrededor, del trazado y marcas de su propia historia y de la historia política del país. Además, conocía muy bien a las personas, y escogía con quien relacionarse, tratando de evitar el roce de los rencores ajenos. Sabía quién era cada uno y jugaba a hacerse la distraída cuando era conveniente. Era una auténtica estratega, llegando incluso -sin que nos diéramos cuenta- a establecer las reglas de cada juego.

Por eso yo creo que no dejó nada librado al azar, a pesar de vivir cada momento así,
gratuitamente, como dejando fluir los instantes y las horas. No programaba grandes cosas, apenas un encuentro en el café de la esquina o conseguir orquídeas para regalar en Navidad.

Pero medía los pasos de su propio camino, y viendo aproximarse irremisiblemente el final escogió discretamente su biógrafa y sus testimoniales porque quería dejarnos su recuerdo y su obra.

Cada uno en su entorno se convirtió de esta manera en una pieza única que sólo cobraría valor al encastrarse, a su debido momento, con las demás piezas que ella paciente y minuciosamente iba diseñando desde el arco profundo de su dolor, de su salud tan frágil, de su soledad y del vacío que la pacata sociedad de su juventud le había concedido, segura y sencillamente porque era mujer y demasiado osada, demasiado bella, demasiado poeta, demasiado militante. Ni su condición docente le fue perdonada: cuando la Dictadura la separó de su cargo hubo quienes recordaron el informe negativo que había hecho la inspección porque ella galardonaba su despacho de directora con las consignas del Mayo Francés. Seamos realistas, pidamos lo imposible.

Recordarla hoy, en el Día Internacional de la Mujer, seguramente significa para muchos de
nosotros admirar una pequeña estrella que no cesa de brillar. Creo, por ello, que en Edith no es posible distinguir vida y obra, porque sus ideas, su mirada, su percepción de las cosas y del devenir están inscriptos en su palabra.

Ojalá su clara imagen nos aliente a creer en la elección cotidiana de celebrar el día y celebrar la noche. Sin ostentaciones, pero sin reparos. Capaces de pedir como cuando ella dice:


No me dejen morir como una mariposa
atravesada por un alfiler.
Deseo ver una vez más
cómo la ardiente noche
lucha contra la obsesiva realidad
y volver a asistir al misterio de los días que se abren.
Quiero deletrear cada nuevo libro escrito por la tierra.
En cantos pagaré la gracia concedida.

(Edith Vera)

O que podamos vernos en el cristal de lo vivido y decir, con ella:



Me encuentro con el pasado
y él, con una brizna entre los labios,
se disculpa.
-No es así- le digo, dándole a beber
un poco de agua clara.
Yo sé que todo pasó, toda emoción,
todo amor y todo dolor
fue mi quehacer en esta tierra,
bajo nuestro sol, bajo nuestra luna.
Ni una hebra dejé
fuera de la desordenada urdimbre de mi vida.

(Edith Vera)


O que seamos capaces de ver, como percibía ella:


Sorteando unos papeles
un vaso y los cuadros del mantel,
se eleva una palabra desde las mandarinas.
Paul Klee la toma,
le agrega unos pájaros
y la tierra y un mar hecho de cintas.
Y los pájaros ven el mar sobre sus cabezas,
y otros ven el cielo a sus pies.
La palabra no es pronunciada.
No tiene voz.
Aún no hay voz para describir tal maravilla.

(Edith Vera)

Pero que a la vez elijamos siempre la palabra, aun cuando nos silencien:



La palabra,
ese dibujo,
esa piedra lanzada al tiempo,
esa gran emoción
que pasa de cuerpo a cuerpo.
La palabra,
ese mar
donde los caracoles unen sus espirales.
La palabra,
palabra esperando otra palabra.
La palabra
pájaro de plata posado siempre en el
                         anca del aire.

(Edith Vera)


Y que sepamos que siempre hay un poema:


La poesía
camina por el pueblo
trepa a los techos
entra por la ventana,
golpea a las puertas
buscando algún lugar donde
hacer su fuego.
Si no fuera así
poco valdría.

(Edith Vera)


Y que seamos, finalmente, capaces de auscultar la vida y de esperarla, siempre, como ella:



Tengo la absoluta certeza
de que un bosque encendido vuela sobre mi cabeza
y que uno de sus pájaros
traza con el ala
el recorrido exacto de la vida
descendiendo entre piedras grises.
Abajo, abiertas, mis venas y arterias,
esperan.
Viejos aromas de resinas exhuma el bosque
cuando las garras
dejan su huella en la piel.

(Edith Vera)




8 de marzo de 2016





Beatriz Vottero 
(Córdoba, Argentina)
Reside en Villa María
LICENCIADA EN LETRAS MODERNAS/PROFESORA DE LA UNVM
su blog: ALFABETIZACIÓN DIGITAL: ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
para leer más en: TINTA DE POETASREVISTA IMAGINARIA
y ACÁ

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