NINGUNA PALABRA TUYA
Si viviéramos en otro tiempo, ahora te escribiría una carta. Agarraría una hoja en blanco, una birome de tinta azul y me sentaría, en esta misma mesa, a escribirte con el corazón en el puño. Si viviéramos en otro tiempo, un tiempo en blanco y negro, de barcos enormes atravesando mares y de carteros que andan en bicicleta, te escribiría una carta y la firmaría con sangre y le dibujaría flores, pájaros y enredaderas en los márgenes.
Si viviéramos en otro tiempo, te escribiría para contarte lo extraño del tiempo sin vos. Te diría que estoy sentada en la cocina, mirando las plantas mientras mi hijo se queja del hambre. Te contaría que la luz del día se volvió opaca de pronto y que eligió esconderse detrás de los árboles haciendo de la tarde un lugar más triste. Te diría que sopla un viento suave que mueve al delfín de un lado para el otro, que lo obliga a chocarse contra los bordes de la pileta y que yo lo miro, hipnotizada, con un poco de pena y otro poco de envidia por ese flotar suspendido sobre el agua estancada.
Te preguntaría si te acordás del día en el que nos sumergimos en esa misma agua en la que ahora flotan hojas secas y pedacitos de insectos. Te hablaría del viento, de cómo se mezcla con el ruido metálico de los colectivos y de las sirenas, de cómo se quiebra con los gritos de los loros que cruzan mi rectángulo de cielo, justo antes de que se haga de noche. Te hablaría, también, del sonido que hace contra las hojas de los plátanos y de las ganas que tengo de cerrar los ojos, imaginar que el sonido es el de un mar, y dormirme con vos, así, navegando entre mis piernas. Después te diría, con una mezcla de orgullo y timidez, que ayer fui a la cama con tu remera, y que a la mañana la vi decaída y seca a la menta que me regalaste y que para alegrarla –o al menos darle un poco de alivio– la regué tanto que se armó una tormenta negra sobre los platos recién lavados.
Te contaría que en la casa de enfrente otra vez pusieron lucecitas de Navidad. Que la glicina está a punto de florecer y que me intriga saber de qué color serán los pétalos cuando se abran. Te diría que hoy anduve en bicicleta, que después llegué a casa, me tiré en el sillón, que recorrí con mi mente cada milímetro de tu cuerpo, y que mi gato me preguntó por vos.
Te diría que el silencio es un espacio que se hace, y que tu miedo también es el mío. Que extraño tirarnos sobre el piso de madera a respirarnos. Que te pienso y que pensarte es otra forma del amor.
Si viviéramos en otro tiempo, me tomaría todo el tiempo que no tengo para escribir esta carta, para contarte de mis planes al otro lado del río, de la playa de los acantilados a la que quiero que vayamos, de los besos que se multiplican en mi boca como medusas en época de apareamiento, y de cómo hoy logré arreglar la puerta rota de la alacena.
Te diría que el puente que ahora nos separa no es tan grande como la distancia –ese hueco inquieto– que se forma entre mi piel y mis órganos cuando no sé nada de vos. Si viviéramos en otro tiempo no tendría miedo de llenarte de palabras y adjetivos, de contarte con detalles, que a nadie le interesan, cómo las raíces de la suculenta que encontramos ahora se esparcen por el agua del frasco y parece que se abrazaran o que formaran venas y arterias imposibles. Te contaría, como si fuese un milagro, que alrededor de las raíces viven un montón de peces miniatura que son puras cabecitas que giran, cuerpos que bailan, inútiles, y que hasta parecen felices.
Si viviéramos en otro tiempo, te diría que te espero, que tenemos todo el tiempo del mundo y que no necesito ninguna palabra tuya. Te diría que no te quedes en el desierto, que acá están las aguas para que las nademos, para que flotemos y buceemos en ellas. Te diría –aunque sea mentira– que con mi mano puedo hacer que crezca un yuyo en el centro de tu pecho, un tallito verde que abra lo rígido, por donde pase el aire fresco, que te haga respirar, que arranque lo oscuro y vuelva todo más suave y etéreo.
Pero vivimos acá, entonces no te digo nada. O casi. Agarro el celular, miro tu estado de WhatsApp, me detengo en tu foto durante un rato, la foto que te saqué hace como tres siglos, y te escribo dos palabras que suenan como huesos rotos contra el teclado: “cómo va”. Dos palabras, sin mayúsculas ni puntos. Dos palabras blancas, secas, frías, para no invadirte, con un acento a punto de salir volando, desesperado. Te escribo y espero a que me respondas. Y espero con el corazón, no en el puño, no en mi pecho, no en tu mano, sino en ese punto inexacto del aire en el que están los mensajes cuando todavía no llegaron a destino. Una tilde azul. Silencio. “cómo va” y no digo nada de todo lo que quisiera decir. Y no hay cielos ni peces ni voces más allá de lo que vos quieras imaginar. De la forma insólita, del posible malentendido, que elijas darle a este mensaje absurdo que acabo de eliminar.
de Te hablaría del viento, Editorial Excursiones, 2021
*
B O N U S T R A C K
“Nos besamos y el aire huele a comida recién hecha
y a flores inflamadas, mientras allá lejos,
el mundo sigue ocurriendo
y el viento agita los árboles”
Te hablaría del viento, Editorial Excursiones, 2021 |
*
Fotografía de Laura Den Hertog |
PERFUME DE JAZMÍN EN FLOR
No estaba la higuera ni el estanque ni los álamos,
no había casa ni árboles.
El campo, como le decíamos, era un terreno pelado
cubierto de pasto seco,
lleno de espinas y de cardos que florecían mirando el cielo.
Durante mucho tiempo fuimos con mi papá,
su amigo Fernando con Violeta la hija, mi hermano y yo.
Dormíamos en carpas,
debajo del quincho para que el sol no nos derritiera.
Los días eran eternos
sacábamos garrapatas a los perros,
construíamos chozas con ramas,
nos aburríamos mientras tomábamos agua helada del pozo,
nos llenábamos con alfajores de chocolate,
juntábamos renacuajos en las zanjas y
recién eran las dos de la tarde.
Después ayudábamos a preparar el fuego,
comíamos carne con las manos,
chupábamos los huesos hasta no dejar nada.
En el campo no había leyes ni horarios,
nos parecíamos a los yuyos que crecen por todos lados
éramos libres y salvajes.
Los domingos a la noche
nos volvíamos a casa cubiertos de polvo
la uñas negras el olor a humo impregnado en la ropa.
Mi madre nos bañaba con esponja
me desenredaba el pelo
y nos acostaba en camas bien tendidas
que olían a colonia para bebé.
Era como aterrizar en un campo de algodón
después de una misión por los turbios ríos del Amazonas
y al día siguiente dormíamos hasta cualquier hora.
Era difícil readaptarse a la rutina
la ciudad con sus ruidos
los peligros de cruzar la calle
la disciplina de la escuela
aceleraba el ritmo de las horas
y devoraba los días.
Eran dos mundos tan distintos
que a veces me parecía que el campo era un invento.
Para fin de año
llegábamos en combi
nos quedábamos unas semanas
el calor era imposible
no había nada que hacer así que
huíamos.
Violeta y yo sabíamos que lo mejor estaba afuera
había que atravesar los pinches
andar por las calles de tierra
saltar tranqueras
esquivar alambrados
lo mejor eran las piletas de los otros
todos los veranos
o fue uno solo
Nos dábamos una gira por los tanques australianos
y las modernas piscinas de azulejos que había en la zona
nunca ví a nadie ¿Dónde estaban los dueños?
¿Porqué desaprovechaban esos oasis color turquesa?
¿Cómo era posible?
Lanzarse bomba era una experiencia religiosa.
No solo nos deshacíamos del calor agobiante de enero
sino que también deshacíamos los límites de la propiedad privada.
Para los niños como para los animales
no existen papeles que valgan más que el deseo o la necesidad.
El agua fresca era más importante que la escritura de un terreno
y sus propietarios.
Nunca más volví a disfrutar tanto nadar en una pileta.
Todavía puedo sentir el vértigo del día
en el que apareció un auto rojo en el jardín
y un hombre gordo se bajó a los gritos
invocando a nuestros padres irresponsables
y al peso de la ley sobre nuestra conducta.
Salimos disparadas corrimos muertas de risa
hasta llegar a casa.
También hubo otra tarde
buceábamos en lo profundo de una piscina rodeada de flores
cuando de repente apareció una mujer.
No dijo nada.
Nos miramos las tres como ejemplares de distintas especies
tratando de entender.
¡Pueden venir cuando quieran!, dijo y se fue.
La humanidad no estaba perdida.
Pasaron casi veinticinco años de eso, ya no están las liebres,
los lagartos ni los perros abandonados.
Avanzó la autopista, creció el pueblo y dejó de verse el horizonte.
No hay caballos ni teros en el fondo del terreno.
El campo como le decimos se transformó en un pequeño bosque.
Los pinos cubren la hamaca, los álamos se reproducen sin límite,
hay moras, tomates y la higuera promete dulces para todo el año.
Casi no quedan luciérnagas, donde había un arenero ahora hay peces.
No supe nada más de Violeta.
Los cardos se domesticaron el pasto es suave
igual que la planta de mis pies.
Dejé de correr.
Me volví cautelosa y sedentaria.
Hago collage de árboles y flores carnívoras
en la comodidad de mi sillón.
Me asusto si se me marcan las venas de los tobillos.
Acaricio con desconfianza los perros de la calle.
La promesa de la adultez es una trampa
en la que todos caemos.
Las piletas me aburren.
Un chapuzón para refrescarme y afuera.
Hace tiempo que abandoné mi condición de anfibia
y sin embargo todavía late en un rincón esa pulsión
de saltar tranqueras, esquivar púas,
romper el límite de lo ajeno, ir más allá de lo conocido.
Algo queda aunque a veces no lo encuentre.
Escribo esto bajo la sombra del aromo
mientras mi hijo se trepa a un árbol
con un barco de naranja en la boca.
Lo miro desbordante de energía y de hambre
y me recuerda a la que fui.
Esa que ya no soy.
Dejo la computadora sobre la mesa de la cocina
porque ahora hay casa y salgo a caminar.
Las nubes forman espejismos en el cielo.
Mi padre trasplanta un romero
el jazmín está en flor
cierro los ojos
y escucho el sonido de los árboles
el viento que los golpea.
Y allá lejos
los pájaros anuncian la tormenta.
Transcripto de la lectura de Alejandro Apo en RADIO CUT
LEILA DIXIT
"Lo que más me gusta de escribir es no saber a donde voy, que sea un viaje de búsqueda, de sorprenderme. La palabra elige lo que quiere ser y un poco mi trabajo es escuchar lo que está pasando ahí, más que de guiar, después sí hay que tomar decisiones pero hay que detenerse a escuchar lo que está pasando. Hacerse un tiempo interno, esto de la escucha, de poder detener algo y escuchar, quizá se logre en un rato pero es un tiempo distinto al del reloj porque es el tiempo de poder conectar con cierta voz".
"Construir un espacio donde las palabras circulen y hagan vibrar la lengua. La escritura es un acto de soledad, pero la creación es colectiva. Es con los otros; sean personas, animales, plantas, estrellas, vivos o muertos. Se trata de abrir ventanas, que el mundo pase y te atraviese. Dejar de ser uno."
en la nota El tiempo y la maternidad (13-01-2022)
Leila Sucari
(Buenos Aires, Argentina, 1987)
ESCRITORA/POETA/DOCENTE/TALLERISTA/
EDITORA FREELANCE
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3 comentarios:
Qué belleza... deslumbrante!
El poema "Perfume de jazmín en flor" es de una delicada y verdadera belleza. Es un acierto esta poeta, tan joven y con una lucidez sorprendente.
Abrazos
¡Qué maravilla! ¡Gracias siempre por dar a conocer tanta poesía hermosa!
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