Ilustración de Becca Stadtlander |
Leí que la familia es un árbol, aunque me parece un mapa,
con sus bloques de tierra
personas y distancias
zonas peligrosas y ciudades a las que no volveremos.
En los velorios se juntan los continentes
por ese sismo imprevisto. ¡Pero si ayer hablamos!
Ahí estaba la tía con su lengua inentendible,
especie parlanchina y exótica,
y el hermano de mamá, una ruina,
desmarcado para siempre, reliquia de ese apellido.
Al principio, mi familia era mi jardín: enorme, único, suficiente.
Después poco, demasiado corto, una cárcel. Al final
me parece un planeta inexplorado,
alguien trae nombres de antepasados como pasajes,
otra sostiene un bebé puente, uno hereda las hijas
de una muerta y decide colonizarlas.
Una familia también
se parece a una preguntita
que alguien planta en el origen y
nunca nadie responde.
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Cuando ellos ya no estén, solo
quedarán sus plantas
abrazándose salvajes, creciendo
desconcertadas. Mi hermana y yo
nos habremos llevado todo: los secretitos
de la noche grabados en la mesa de luz,
las cenizas que duermen en cofres de mármol,
todos esos muebles gigantes
como máquinas a vapor,
las fotos —todas las fotos en blanco y negro
en las que el pasado parece mentira—,
los problemas suaves, de épocas
sin distracción. Y así,
cargadas, vamos a caminar
por la costa varicosa de los años.
Alguna dirá ¿qué harán los que vengan
con la casa, con los dos plátanos altos
de la vereda? ¿Se animarán
a tirar todo abajo? Ese coraje
no será nuestro. Empieza después
de esta historia. Ahora, estamos de espaldas
al futuro, no es que lo evitemos,
juntamos fuerza.
Soltamos al cielo
palabras, un oráculo, una
traición. Ofrendas lanzadas al mar
cargadas de flores y preguntas, deseos
y nuestros nombres tallados sobre todo
lo que tuvimos: lo más bello y lo espantoso.
Después, ya no seremos animales pesados
husmeando en la orilla, sino esa pareja de aves
revoloteando su hogar.
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Me gustaría escribir todas los días,
a la mañana bien temprano, a la noche bien tarde;
hacer de la escritura lo que abre y cierra mi día
escribir, corregir y reunir, tener paciencia y confianza,
arrojo para mostrar,
escribir con la impunidad de un hombre
que cruza la noche a toda velocidad
con las luces apagadas.
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Ella por las noches leía y él por las noches se iba.
Así, mi madre me enseñó los libros,
mi padre, a escapar.
Los dos a su manera, a vivir sola.
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Adentro tuyo puede haber
un bosque, un desierto, un mar,
aunque ahora estés siendo árida
MAGALÍ DIXIT
“Un librero me contó que cuando vació la casa de sus padres encontró el diario de su madre, donde había secretos y hasta encontró cartas con otros hombres. Yo pensé que si me pasaba iba a tener material para la escritura. Pero lo que me pasó fue que no encontré nada; ellos se llevaron sus secretos y vaciar la casa de Remedios de Escalada, que fue la casa que construyeron mis abuelos, en la que vivieron nuestros padres y nosotras, para ponerla en alquiler fue como reencontrarme con los restos de una vida en común. Es horrible vaciar una casa, creo que es de las peores cosas que nos toca hacer. Sentís como si algo te pasara por encima. Me acuerdo que me dio mucha impresión ver un peine de mi papá tirado; habían revuelto las bolsas y se habían llevado otras cosas… No es que yo sea supersticiosa, pero también sentís que te están viendo mientras vaciás la casa, como que están ahí. Los muertos no están tan muertos como creemos”
en PÁGINA 12
Ph Catalina Bartol |
Magalí Etchebarne
(Remedios de Escalada, Bs.As, Argentina, 1983)
POETA/CUENTISTA/EDITORA
de Cómo cocinar un lobo, Tenemos las máquinas, 2023
Contratapa Marina Mariasch
Lectura recomendada por Celeste Viñal
para leer una entrevista en LA PRIMERA PIEDRA
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