“Y
en ese punto el alma se pregunta cuál será su círculo entre círculos y su danza
entre danzas; y como no se da respuesta ni la recibe de los otros, inicia su
jornada de tribulación; porque su duda es grande y creciente su soledad. En ese
conflicto se halló la mía, y en él permaneció hasta que le fue revelado su
norte verdadero en la figura de Aquella por quién escribo estas páginas...”.
Leopoldo Marechal
Eclipsado
por la belleza
sólo
pretende profanar a la diosa.
Estira
las manos hacia el cielo
y
busca en ese espacio
la
señal de alguien,
quiere
oír
quiere saber,
sólo
quiere...
Su
único celo del día
es
completarse a través de Aquella,
atiborrarse
de sus manjares,
alumbrarse
hacia adentro y, también,
encenderla
a
Aquella,
como
si fuera una lámpara
delicada
de
antaño,
y
hacerla arder con él.
Él
quiere, pretende
que
Aquella pretenda,
y
porque no, asimismo quiera
ser
una llama
alta
y fuerte
junto
a él,
es
decir, ambos,
a
la vez.
Cómo
desea a esa semejante aparecida
mientras
caminaba por las calles de la ciudad.
Los
encuentros son así: una fulguración extraña.
Y
ahora él, el transeúnte, como rufián melancólico,
recoge
los pasos que Aquella va dejando detrás suyo.
Él
lleva heridas las pupilas por el meneo de las caderas
por
el vuelo de ave de esa cabellera ensortijada,
desconocida
y salvaje, hipnótica,
que
lo conmueve hasta las lágrimas,
hiriéndolo
sin más hasta el viento de su ansiedad.
Ahí
se estremece él
al
cruzarse con su admirada, con lo que él quiere,
que
es lo otro que él no tiene y desea tener con él,
junto
o poco, todo o algo, por lo menos anhela retazos de ese cuerpo
pero
lo pretende para él, así es de él y sólo lo compartiría con ella,
que,
en definitiva, es Aquella, la que más desea y ambiciona,
(hasta
que se le cruce en el camino alguna otra más deseada),
pero
por el momento, sólo es Aquella el apetito de él,
es
todo lo que quiere para satisfacer
esa
voracidad que se le cuaja en donde se atan
y
atenúan los sentimientos.
Por
eso él se va tras de Aquella, sin pensarlo,
sólo
sintiendo, midiéndolo con el baremo de su heterodoxo corazón,
tan
sólo con las venas abiertas al aire
expulsando
flores de luz desde la aorta incendiada
de
su motriz alegría
al
ser él el correspondido de los días y noches de placer y agonía.
Así
está él con sus ojos pesados de juntar lujurias
mientras
Aquella expande todo su magnífico animalito del deseo
frente
a los espejos del alma de quien más la desea
y
quiere en la ciudad.
Él
es el que anda sin voz, casi fantasma, sin levantar, ahora,
las
manos al cielo
pidiendo
la limosna del seducido
para
que ambos dos sean una totalidad de la pasión.
Ella
—que es Aquella—
completa
y única
entre
todas las demás,
única
y preciosa,
con
una sonrisa plena y núbil,
colmada
de fragancias y matices,
prendada
de frutos que le hacen agua en la boca,
el
alimento de la noche,
el
fuego, el incendio, el grito,
el
perdurable trance del instante
la
jornada de tribulación.
Estar
con ella —que vuelve a ser, justamente, Aquella—
es
un acto de amor con la belleza;
Aquella,
la que le absorbe todo el amor a raudales
la
de las furias en todo el cuerpo
y
los descalabros tan intensos en la cabeza:
es
la que llegó para conmover sus horas,
que
alteró el refugio de sus sueños,
es
la imagen que se mueve ahora tras los párpados,
y
es a la que busca hallar en cada esquina,
a
cada vuelta de manzana,
para
vivir el deslumbre del gozo
aunque
todo sea una fugacidad,
una
marea en los pliegues de la ternura,
aunque
sea Aquella la que esté brillando para llenarle a él
de
vida y angustia, de deseo y hambre,
de
ilusiones perdidas en la infancia,
y
que ahora se incendian como fogatas en la noche
en
su ardoroso pecho de hombre solitario.
Aquella,
la que es sólo para la queja del amante.
Sergio De Matteo (Santa Rosa de Toay, La Pampa, Argentina, 1969)
de Criatura de
mediación, Museo Salvaje Ediciones, Santa Rosa, 2002
su BLOG
1 comentario:
Belleza...
Un beso
Ana
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