El durmiente temerario, 1927, de Rene Magritte (1898-1967) |
Hay un cuadro de Magritte que se llama "El durmiente temerario", donde se ve a un hombre durmiendo en una caja junto a varios objetos -una vela, una manzana, un moño, un frasco-, cada uno incrustado exactamente en su horma. El cuadro parece estar hablando de la vulnerabilidad, la desnudez del sueño. El intento inútil del durmiente por controlar que nada se le escape.
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La mudanza como mutación. Entre las cosas buenas que imagino de la casa nueva, de pronto me sorprendo pensando: "Y no me va a doler más la rodilla". Como si yo, más que de casa, fuera a cambiar de cuerpo. El que se muda, el mutante. Apuntes de una mutación.
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La casa modifica el comportamiento, influye en la circulación del día, en el modo de transcurrir entre muebles, puertas, pasillos. Los gestos y costumbres que provoca la casa. La forma en que mi abuela dejaba los fósforos en el marco de la ventana de la cocina para que el sol de la tarde les secara la humedad. En la casa nueva, tener que volver a aprender a caminar dormido sin tropezar. Los gestos nuevos que me va a provocar la casa nueva. El tiempo que tardará el animal silencioso en ser ágil en la casa, en ser un pez en el agua.
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¿Cómo mudar el pez dorado de mi hijo? ¿Dejárselo a la mudadora? ¿Llevarlo en una bolsa en taxi? ¿Tirarlo al inodoro y allá comprar otro? ¿Y si me ve? Decirle que el pescadito tiene que ir por el agua hasta la casa nueva, por las cañerías. Simular que el pescadito B sale de la canilla cuando llegamos a la casa nueva.
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Mudarse, pasarse en limpio. La ilusión de que podemos modificar nuestro pasado y nuestro futuro. El pasado, porque tachamos partes de nuestra historia al tirar lo que no queremos ver más. Lo que no queremos recordar. Y está la tentación de ordenar todas las fotos de la vida por orden cronológico. Mejor por secciones: "Ex novias", "Muertos", "Mis cumpleaños", "Ojos cerrados", "Disfraces", "Vergüenza"... La tentación de ordenar los compacts por "música brasileña", "clásica", "rock nacional", "folclore", "flamenco", "tango". Terminar la sección “tango” con Piazzolla y al lado, "Jazz". El futuro, el deseo de ordenar de una vez por todas la biblioteca en la nueva casa, y la sensación de que ese orden fundamental va a repercutir en el resto de la vida: más claras las ideas, más espacio en la cabeza, más tiempo libre, etc. Pero aparece la duda. Ordenar los libros por orden alfabético. No. Dividirla en libros leídos y libros no leídos, como hace una amiga, tampoco. Me pondría en evidencia ante mí mismo. Quizá “poesía”, “narrativa”, “no ficción”. Pero ¿qué hacer con los narradores que publicaron poesía ( Salvo el crepúsculo), o con los poetas que publicaron novelas ( Una sombra donde sueña Camila O’Gorman)?
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El surrealismo de la mudanza. El encuentro fortuito de unas mancuernas y un rollo de papel para regalos sobre la alfombra del pasillo. Cosas inclasificables que se tiran a último momento en un canasto. El árbol de navidad y la tostadora. Como en la novela de Damián Ríos, "Habrá que poner la luz", cuando dice que en la mudanza está esa cosa de acomodar el elástico de la cama contra los cañitos de gas de la heladera.
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¿Qué hacer con las herencias que ya resistieron varias mudanzas? La enciclopedia británica del 73, de papá. No entra en la casa nueva y ahora con internet o un simple cd rom... La caja de óleos de mi abuelo que pintaba bastante mal. Las partituras de tangos para piano, de mi otro abuelo (nunca concreté el proyecto de hacerlas leer y grabar por alguien). El revólver lechucero de alguno de los dos. Cromado y oxidado. Peligroso. Desarmarlo y tirarlo por partes. Un crucifijo de madera, regalo de primera comunión. ¿A quién se lo doy? Mi agnosticismo televisivo. El cristianismo heredado no como fe o espiritualidad, sino como conducta social. En el futuro lejano quizá un nieto se mudará, y entre sus cosas tendrá un libro de su abuelo Pedro “que escribía bastante mal”.
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Nostalgia atávica de la fogata purificadora. Quemar todo. El resultado de diez años de contrabando hormiga, trayendo algo a la casa varias veces por semana (un papel, un cepillo, un adorno). Acumulación de cositas feas e insignificantes. El cuento de mi tía que se acordó a último momento de un baúl lleno de muñecas antiguas que estaba en la baulera, y lo fue a buscar. Pero no estaba más. Se lo habían robado y sintió un gran alivio. No hacer un museo de la propia vida. Entregarse a la destrucción. La frase de Bustos Domecq: "Vivir para el recuerdo y olvidar casi todo." Tirar las revistas, los recortes. Esa vez que ayudé a una amiga a limpiar el departamento de su abuela muerta; las pilas de diarios que ocupaban la mayor parte de los cuartos, incluso la mitad de su cama de viuda.
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Hacer espacio para la vida. Para que pasen otras cosas o para que se repitan sin que sea tan evidente. Esa película que me contaron, donde un viejo regala su enorme biblioteca porque ya no la necesita. Yo me mudo con esta libreta en el bolsillo. Lo único que necesito. Mentira. Pero tener el lápiz y la libreta a mano me tranquiliza. Las páginas blancas. Eso conmigo aunque todo lo demás se deshaga y se pierda. Lo llevo yo. Escribir, controlar. Cada cosa en la horma invisible de su palabra, inmóvil. El mutante temerario.
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Todo se sale de su lugar. Se sale de madre. Este departamento es de mi madre. Inmobiliaria "Yocasta". Clasificados: "Tres ambientes, con balcón y lavadero. Luminoso. Edípico."
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Una caja con juguetes míos. ¿Por qué traje esto acá cuando me fui de casa? Un trompo de metal. Se lo doy a mi hijo. Le gusta. Me lo hace tirar y él tira su Beyblade. El mío opaco, gris, como del cine expresionista, de Metrópolis, y el suyo de plástico amarillo, octogonal, japonés. Los dos trompos girando en su eje, vivos; parecen simultáneos pero cada uno está en su propia dimensión, su época... Demasiado alegórico para hacer un poema con eso. ¿Qué más? Un tren eléctrico sulfatado. A los once años, lo armé sobre una puerta del placard que saqué de las bisagras. Para simular pasto alrededor de las vías, puse pegamento y tiré yerba mate. Ahora no sirve más; a la basura. Los cassettes de la adolescencia. Esos grabados por mí, con el logo dibujado en birome. The Wall. Me gustaba pero no tanto. Amigos fanáticos, militantes de esa depresión ajena, de un huérfano de la posguerra inglesa. Pilas de fotocopias de la facultad, de las dos últimas materias que nunca di.
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Mamá me contó que, cuando yo tenía tres años, vi a los peones de mudanza en mi cuarto desarmando mi cama para cargarla en el camión, y lloré porque pensé que la estaban rompiendo. Era una cama verde claro.
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Peones de mudanza. Flaquitos y fibrosos. Miran con mala cara los canastos con libros porque son muy pesados. ¿Vos leíste todos estos libros? Los cargan al hombro. Conocen el peso exacto del materialismo. Las porquerías que la burguesía acumula.
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El miedo: Una familia termina de vaciar el departamento vendido. En un taxi, siguen al camión de mudanza, cargado con todos los muebles. En un semáforo lo pierden de vista. Cuando llegan al nuevo edificio, el portero, del otro lado del vidrio, les dice que no, que no pueden entrar. El camión no aparece más. Las llaves no abren. Llaman a la policía, pero no se puede hacer nada. La escritura era falsa.
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Al sacar todo, la casa queda como un cuerpo desnudo al que se le conoce cada cicatriz, cada marca en la pared. Esos azulejos de la cocina, por ejemplo, picados por la punta de la plancha. O en las tablas del piso frente a la puerta, los puntitos por las veces que se caen las llaves de la cerradura. Los agujeros de taladro que hice por todos lados, donde colgué estantes, cuadros, fotos. Las manchas amarillentas donde estaban los cuadros. Y el eco de los cuartos vacíos, sin cortinas. El ruido horrible de la cinta de embalar.
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Los muebles al revés. Patas para arriba. Alguien pegó un chicle bajo la mesa. El sofá colgando del balcón. Muebles envueltos en frazadas. Una parte de uno disgregándose, perdiéndose por la ventana, por la puerta de calle. Hay que entregarse a eso. ¿Qué se llevan? ¿Por qué se llevan todo? ¿Quiénes son estos tipos? Sucede rápido. La mudanza concreta, de muebles, es lo de menos. Lo difícil es la mudanza mental, las dilaciones, los rodeos de la mudanza. Las semanas anteriores. Los sueños. El pasado acechando en los placares, en los papeles. Listo para saltarte al esternón. Y tener encima que revolverlo, clasificarlo, decidirlo, perdonarlo, perdonarse.
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Se puede caminar por lugares donde antes no se podía caminar porque estaba la cama, la mesa, pero igual uno tiende a esquivar la presencia fantasmal de las cosas, como si siguiera ahí una fuerza magnética. Cada cuarto. Acá se tropezó ella con una valija el día que llegamos y tuvieron que darle tres puntos. Acá durmió una vez una amiga cuando se peleó con su novia y estaba triste y no se quería quedar sola. Acá estuvo el moisés. Acá me sacó fotos para una solapa, que salieron movidas. Cierro la puerta. En el palier no enciendo la luz, me quedo en la oscuridad total y, antes de que venga el ascensor, susurro ese verso de Mermet: "Nos vamos con la música y la cólera a otra parte".
2 comentarios:
Me encanta la temperatura de esta casa tuya. Eso quería decirte. Que puede tocarse su textura y sentir su crecimiento. Y su serenidad.
Besos al filo del amanecer.
Mudarse es todo un tema...
lo mejor es que uno encuentra cosas que perdió y lo peor es que pierde cosas que no quería perder!
Pero siempre es un cambio importante.
A mi me ilusiona mudarme de casa.
Saluti
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