1
Somos las hijas de aquella mujer
que vivió al borde del mundo
escondida en la caverna del tiempo.
Nadie escribió su historia
porque la historia se escribe con voces altas
y la suya era apenas un murmullo.
Talló la roca con sus uñas,
dibujó la caza,
pintó las estrellas
antes de que alguien les pusiera nombre.
No dejó tumbas,
no dejó estatuas.
Solo dejó su aliento,
escondido en las grietas de la piedra,
y su fuerza, enterrada en nuestros huesos.
Cuando miramos el fuego,
cuando cantamos al viento,
cuando nuestros pies golpean la tierra
como si intentaran abrirla,
es ella quien regresa,
quien nos recuerda
que llevamos en la sangre
el eco de su grito.
2
Nadie recuerda su nombre,
pero sus manos están en las paredes,
son rastros de sangre y ceniza:
la curva del alce,
el salto del caballo,
un círculo que quizá sea el sol
o el grito vacío
de algo que arde cuando no hay fuego,
Cada trazo es una herida de luz
en la cartografía del silencio
¿Quién le enseñó a pintar el miedo?
Quizá el hambre,
o el goteo del agua
—ese reloj paciente
que mide el olvido.
3
Antes de que el sonido pudiera sujetarse a la garganta
su voz era un arroyo cargado de piedras,
una espina desgarrando el silencio.
Primero fue un murmullo,
un zumbido bajo,
apenas un susurro
atrapado entre los dientes.
Luego, el tambor:
el golpe de los pies contra la tierra,
las manos rasgando el aire
y la boca liberando el primer canto.
No cantaba para los hombres,
cantaba para la luna,
que la miraba con su ojo blanco y mudo;
cantaba para los lobos,
que acechaban en la penumbra;
cantaba para el niño dormido a su lado
con el cabello cubierto de ceniza.
Cantaba del hambre,
pero también del sueño que la alimentaba,
de las grietas en la roca,
de los insectos que se escondían
bajo el manto frío del amanecer.
Cantaba hasta que su voz fue río
y el bosque entero aprendió a soñar.
4
Mientras la oscuridad se cierra como un puño
ella junta hojas y raíces para encender el fuego
y cuando llega el frío con sus dientes de hielo
lo enfrenta con una antorcha viva,
un corazón de llamas que tiembla entre sus manos.
El fuego es vida y muerte.
promesa de calor en la garganta helada de la noche,
pero también presagio de cenizas.
Por eso,
cuando los otros duermen,
ella cuida del fuego que vive entre las piedras,
esa bestia voraz que se retuerce y brilla en la penumbra.
5
La mujer
que dejó el fuego en la cueva
y salió antes del alba
con un cuchillo de piedra en la mano
se mueve entre las hojas
como un hilo de humo.
Sabe leer el temblor de la hierba
antes de que el corazón del mundo se detenga.
Lleva el olor del bosque en la piel,
el tacto del musgo en los dedos.
sabe que el hambre
es también una forma de estar viva.
6
A veces, en la noche,
cuando el viento roza las ventanas
y el cielo cae sobre nuestras cabezas,
creemos escuchar su risa en la lluvia.
Somos sus hijas,
herederas de su hambre,
de su fuego,
de su instinto.
La mujer de las cavernas no tiene nombre,
ni estatuas que la guarden en piedra,
ni capítulos que la pronuncien
en el libro solemne de la historia.
Habita la curva de un hueso,
el rojo de la tierra,
el fuego que todavía no se apaga.
Su aliento respira en nuestra sangre.
La llama que encendió
nos ilumina.