Obra de Annette Messager |
LAS MANOS DE LOS ASESINOS
Mi vecino me habla de Guaros,
de tesoros incas enterrados en el bosque
para huir de las garras destructoras
de mis antepasados.
Me cuenta también
cómo hace pocos años
todo el pueblo marchó
y cómo juntos cerraron esa mina.
Mi alumna me explica el Inti Raymi,
la fiesta del sol del solsticio de invierno
y hablamos por horas del Tunche,
el Chullachaki,
de todos los espíritus que habitan
en el bosque.
("Miss Carmen, dime, ¿tú crees en ellos?")
En el pueblo del otro lado de las montañas
un anciano me cuenta cómo su lengua natal,
el awajún,
se le ha ido oxidando entre los labios
cuando se le obligó a tragar
castellano a la fuerza.
"Los awajún viven allá,"
me dice un compañero,
"al fondo de la selva,
en pequeñas cabañas.
Tienen flechas y arcos,
son parte del bosque
y es por eso que defienden como nadie
sus árboles sagrados
de las madereras."
Una amiga me cuenta
que desde que llegara el cristianismo
y forzara el matrimonio,
las mujeres viven tan miserablemente
que los suicidios se han convertido en norma.
Anochece en la selva
y al cielo nublado de los andes
lo iluminan las llamas
de esa memoria histórica
que mantiene con vida
al bosque que matamos.
Yo palpo en la oscuridad mi cuerpo abierto,
colonizado y forzado tantas veces
por manos europeas.
Y quiero renacer en este sur del mundo,
ser latina de sangre y de memoria,
o hacerme polvo y ser parte del camino
sólo un trozo de tierra
al sur del Abya Yala.
Pero cargo en mi piel la sangre
de mis antepasados.
Es tarde y mi vecino ya está volviendo a casa.
Yo me quedo sola, sentada frente al bosque.
Y miro a contraluz mis manos. Blancas.
Del color de las manos de los asesinos.
Carmen Callejo
(Jerez de la Frontera, España, 1990)
Reside Sevilla
POETA/TRADUCTORA/CONSERVACIONISTA
en facebook: AD LIBITUM
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